Parte 28: El relato de Íngrid.
Había cumplido catorce años unas semanas antes, empezaba el verano y unos amigos de mis padres, Isabel y Tomás, habían invitado a nuestra familia y a otra más a una barbacoa. Los padres se pusieron a hablar de la educación de los hijos y de los desafíos de la adolescencia, incluida la cuestión del tabaco. Tomás defendió que lo peor es que los chicos vieran el tabaco como algo prohibido, porque las prohibiciones resultaban muy atrayentes para los adolescentes y consideraba que la atracción de lo prohibido era la principal causa de que los adolescentes fumaran. Argumentó que, para evitar que se hagan fumadores, lo mejor es que los chicos prueben el tabaco en un ambiente seguro, para matar la curiosidad y para que no lo vieran como un tabú a trasgredir. Quizás por la influencia de las cervezas, los adultos encontraron los argumentos de Tomás muy convincentes, y a mi y a Pablo, un chico de mi edad hijo de la otra familia invitada, nos invitaron a fumar sendos cigarrillos.
Acepté la invitación. Siendo hija de fumadores tenía cierta curiosidad por saber como era fumar. Pablo dudó un poco pero finalmente aceptó un cigarrillo. Encendimos los pitillos uniéndonos a los adultos fumadores, tosimos un poco y fumamos sin tragar el humo. El sabor me pareció muy extraño, esperaba un sabor intensísimo pero lo encontré más suave e indefinido de lo que esperaba. Me dio un poco de vergüenza fumar delante de los adultos y de mi hermana, pero a la vez sentía la satisfacción de ver que ya no me consideraban una niña sin más, me pareció un bonito gesto de confianza y los adultos se veían satisfechos de lo liberales y desenfadados que eran con sus hijos. Al acabar el cigarrillo, el sabor de boca que dejaba fumar me pareció bastante malo y traté de eliminarlo con algún refresco.
Un par de semanas más tarde, después de cenar en familia, teníamos una charla distendida, mis padres se pusieron a fumar y me apeteció repetir la experiencia. Cogí la cajetilla de mi padre y me miraron interrogativamente, por lo que dije que me apetecía fumar un pitillo. Me dijeron que ni se me ocurriera y me quitaron la cajetilla de la mano. Aquello me sentó como un tiro, noté que se me subía la sangre a la cara y me sentí furiosa. Traté de que no se me notara durante unos minutos pero estaba realmente enfadada y me fui a mi cuarto.
Al día siguiente aun me duraba el enfado y mi madre me dijo que por que me había puesto así, que si había empezado a fumar a escondidas. Le dije que no, que no fumaba, pero que me sentía humillada y defraudada porque ahora veía que, cuando me habían dejado fumar un cigarrillo, no era porque confiaran en mi y pensaran que era suficientemente madura para manejar la experiencia si no porque estaban seguros de que me desagradaría y esperaban que le cogiera asco al tabaco, pero “¿Y que pasa si a la cría le apetece fumar otro cigarrillo? ¿No se os había ocurrido esa posibilidad? Ahí se acaba lo de hacerse los padres enrollados”, le dije furiosa porque lo que habían intentado hacer pasar como un gesto de confianza era un realidad un acto de manipulación o una especie de broma a mi costa. Mi madre me dijo que ya no era una niña, o no del todo, pero que aun era muy joven para fumar, que una cosa es probarlo o fumar un cigarrillo ocasionalmente y otra que una chica de catorce años se ponga a tontear con el tabaco, que es muy adictivo y me engancharía antes de que me diera cuenta. En el argumento de mi madre vi un punto flaco y le pregunté a que se refería con ocasionalmente. Saboreé la pequeña victoria dialéctica de ver que mi madre quedaba un poco confusa con mi pregunta, dudó un poco, “pues eso, de tarde en tarde”, yo no solté presa e insistí en preguntar cuanto era eso. Por la cara que ponía, creo que mi madre sopesó poner fin al debate diciéndome que me dejara de tonterías, que no podía fumar y punto, pero debía ser consciente de que me sentía humillada por pensar que no confiaban en mi y me dijo: “no se, como cada dos meses o algo así”.
No estaba segura de que mi madre hubiera hablado en serio, pero hicimos las paces. Pasaron los dos meses y yo quería saber si mi madre mantenía lo dicho o era algo que había dicho a la ligera para gestionar el berrinche de la niña. Le pregunté delante de mi padre, después de cenar juntos y con ellos a punto de encenderse sus cigarrillos, si se acordaba de que me había dicho que un cigarrillo cada dos meses estaba bien para una chica de mi edad. Mis padres se sorprendieron un poco y se miraron buscando una aclaración o coordinar su reacción. Mi madre suspiró y reconoció el plazo en que ella había estimado que fumar un cigarrillo era una práctica ocasional aceptable, así que les pedí un pitillo. Me lo dieron, lo encendí y fumé con mis padres, reencontrándome con el sabor del humo de tabaco.
Pasaron casi otros dos meses, había salido de compras con mi madre y habíamos ido a una cafetería. Ella se encendió un cigarrillo para acompañar su café, entonces aun se podía fumar en las cafeterías. Me pregunté como sería fumar en un lugar público. “¿Puedo?”, le dije echando mano a su cajetilla. Dudó un momento, echo una mirada alrededor y asintió. Fumé sin tragar el humo, como de costumbre, pero tratando de no parecer novata. La verdad es que me sentía super mayor y el cigarrillo me supo bien. Visto el precedente pensé que mis padres no pondrían pegas si fumaba cada mes y medio y se lo comenté a mi madre. “Si, un cigarrillo cada mes y medio me parece bastante seguro, no creo que así te enganchases”, confirmó mi madre.
Pasó otro mes y medio y me sentí orgullosa al pensar que podía fumar un cigarrillo en cuanto me pareciera, pero no me interesó hacerlo y reservé esa posibilidad para cuando llegara el momento adecuado. El día de navidad comimos con mi familia materna y tras los postres, con los cafés, varios adultos se dispusieron a fumar. Ahí me apeteció y pedí un cigarrillo a mi padre. Mi abuela Cirila se sorprendió y preguntó apesadumbrada si es que yo había empezado a fumar, le dijeron que no, pero que tenía permiso para fumar un cigarrillo ocasionalmente. Mi tía abuela Goretti, que estaba sentada a mi lado, se adelantó y me ofreció uno se los suyos. La tía Goretti era la hermana divorciada de mi abuela Cirila, sin hijos, más jóven que ella y entonces recién jubilada. Seguía fumando pero fumaba poco, cigarrillos R1, que son muy bajos en nicotina. Acepté la invitación de mi tía Goretti y me dio fuego amablemente antes de encender su cigarrillo. Me gustó el sabor suave del R1, más que los de mis padres. Me daba cuenta de que no fumaba igual que los fumadores expertos, que ellos tragaban el humo y yo no porque temía toser, como con mi primer cigarrillo. Sin embargo, tras unas caladas sin inhalación, con el R1 me atreví a dar una calada pequeña y aspirar el humo en mis pulmones. El humo entró con fuerza pero conseguí retener el humo unos momentos, luego eché el humo que tardó un momento en aparecer cuando empecé a exhalar, pero luego salió en un fino y bonito chorro de humo, todo ello sin toser. Sentí la nicotina en mi cabeza, una sensación de leve movimiento y embriaguez que nunca había experimentado y me pareció divertida. La tía Goretti sugirió que si fumaba de vez en cuando mejor que fumara cigarrillos de estos que cigarrillos más adictivos, mis padres no dijeron nada pero tomaron nota de la sugerencia.
A mediados de febrero estábamos viendo una película en casa y mis padres fumaban. Me dieron ganas de fumar y les pedí un cigarrillo. Mi padre me dijo que mejor fumara un R1 y que había una cajetilla en un cajón del salón. Miré en el cajón y era cierto, una cajetilla de R1. “¿Para mi?”, les pregunté a mis padres sorprendida. Mi padre me dijo que no tenía permiso para fumar cuando quisiera, si era lo que me había imaginado, pero que cuando fumara mejor que fumara uno de esos. Me pareció bien, porque me había gustado el R1 de mi tía que había fumado, así que encendí el cigarrillo y lo encontré rico, tragando el humo de algunas caladas.
Mi abuela Cirila y Goretti estaban abonadas a la orquesta sinfónica de la ciudad y solían ir a los conciertos con unos amigos. Solía pasar que alguno de su pandilla no pudiera ir al concierto y su entrada servía para invitar a alguien. Mi hermana y yo ya habíamos ido muchas veces y aquella vez me volvió a tocar. Después del concierto fuimos todo el grupo a una cafetería que se estaba llenando de espectadores del concierto, creándose un ambiente agradablemente pequeño burgués. Un señor del grupo sacó una pipa y mi tía y otra señora sacaron sus cigarrillos. Goretti me ofreció un cigarrillo y rechacé la invitación explicando que aun era pronto, que hacía solo un mes que había fumado. Mi tía abuela dijo que no importaba, que aquellos cigarrillos eran ultralight y que solo iba a conciertos con ellas de tarde en tarde. El ambiente de la cafetería era bastante fumador y me apeteció saborear un cigarrillo y unirme a los adultos fumadores, por lo que acepté el cigarrillo y la otra fumadora del grupo me dio fuego. Me supo bien y pude inhalar el humo con más facilidad que nunca, quizá por estar en un ambiente humoso. Mi abuela nos miró a mi y a Goretti con el ceño fruncido, pero enseguida se relajó e incluso me pareció intuir cierto orgullo de mostrar que su nieta estaba hecha una mujercita.
Seguí con la pauta de un cigarrillo ultralight al mes que fumaba en casa, o saliendo con mis padres o en eventos familiares, solo un par de veces quedando con amigas, me llevé la cajetilla y me fumé un cigarrillo, sorprendiendo a todas. No fui la única usuaria de la cajetilla de R1 de casa, un par de amigas de mi madre que no eran fumadoras, al menos de a diario, a veces se animaban a fumar uno cuando venían a casa. Una amiga de mi hermana, Brenda, también se apuntaba a fumar uno en alguna de sus visitas. Yo estaba muy satisfecha con aquella pauta, no quería ser fumadora pero me gustaba fumar aquellos cigarrillos ocasionales, me parecía que era una forma estupenda de tener todo lo bueno de no ser fumadora pero disfrutando de los cigarrillos.
Con quince años debí fumar algo más de quince cigarrillos, no creo que llegara a veinte. A los dieciséis fumé algo más, calculo que entre veinticinco y treinta cigarrillos, en todo el año, no vayáis a creer. Aunque no hubiera pasado el mes de plazo, si estaba tomando algo con mi madre o mi padre en una cafetería o estábamos en otra situación propicia y me apetecía un cigarrillo, no me solían poner pegas. También fumé algún cigarrillo con mi tía abuela Goretti, el cigarrillo de después de los conciertos era imperdonable, y un día, estando sola en casa, me dieron ganas y me encendí un pitillo fuera de programación. Fumé alguno más con Brenda, con una compañera de clase de inglés y en casa de una compañera del instituto con la que hice un trabajo, porque su madre quiso hacerse la enrollada y me invitó a fumar. La cajetilla del salón de casa siguió siendo de cigarrillos muy bajos en nicotina, pero no siempre de R1, también apareció alguna cajetilla de Nobel Plata y de Silk Cut Silver, estos últimos me gustaron menos. Si fuera de casa mis padres me dejaban fumar, fumaba un Nobel de mi madre o un Chesterfield de mi padre, que me parecían demasiado fuertes pero que podía fumar satisfactoriamente con caladas pequeñas.
En una de esas, Aurora, una amiga del barrio, me vio un día fumando con mi madre en una cafetería y quedó flipada. Otro día nos encontramos y, con cara de admiración, me dijo que me había visto fumando, le expliqué que no era fumadora pero que fumaba un cigarrillo de vez en cuando, me preguntó si era rico fumar, fui sincera y le contesté que si, que disfrutaba fumando. Ella me confesó que siempre había tenido curiosidad por fumar pero que nunca había tenido una amiga fumadora, así que me hizo prometerle que le dejaría probarlo. Aurora empezó a venir a mi casa de vez en cuando y, como en su tercera visita, mi madre salió a hacer recados y nos quedamos solas. Cogí la cajetilla de Nobel Plata, saqué dos cigarrillos y le expliqué brevemente a Aurora, que estaba contenta y nerviosa, como se encendía un cigarrillo, aconsejándole que no tragara el humo al principio y que se limitara a mantenerlo en la boca, antes de hacerle una demostración encendiendo el mío. Aurora me imitó, echó una bocanada de humo y sonrió feliz de poder probar por fin el tabaco. Dio unas cuantas caladas, imitando mi manera de fumar. Dijo que el sabor era extraño pero no era tan malo y me preguntó si siempre sabía así. Le dije que se le va cogiendo gusto y, viendo que iba bien, le sugerí que podía probar a inhalar el humo. Le mostré como, tomé una calada grande, abrí un poco la boca para que viera el humo que había cogido y aspiré haciéndolo desaparecer en mis pulmones, para exhalarlo unos segundos después, mientras Aurora me miraba fascinada. Le sugerí que tomara una calada mucho más pequeña para no marearse y le di un “besito” a mi cigarrillo como ejemplo. Hizo como le dije y pudo tragar el humo y echarlo sin toser, aunque se notó que poco le faltó. Después se confió y si le dio la tos. Acabó la experiencia entre satisfecha de haber pasado la prueba y algo decepcionada porque no le había gustado, pese a que notaba que a mi si que me gustaba. Imprudentemente le dije que al principio sabe raro pero que después es agradable.
Un par de semanas después Aurora y yo repetimos la experiencia porque Aurora había quedado con curiosidad después de su primera experiencia fumadora, así que quedamos en una cafetería de fuera del barrio y llevé los cigarrillos. Nos sentimos muy contentas con nuestra imagen de chicas mayores, tomando café y fumando en un lugar público, aunque parte de la diversión radicaba en que realmente no nos sentíamos mayores pero nos satisfacía ser capaces de hacer una interpretación convincente. La siguiente vez que nos vimos, Aurora traía su propia cajetilla. Alguna vez fumamos juntas en el parque, en mi casa o en una cafetería. Me sorprendió descubrir que pronto Aurora fumaba con mas frecuencia que yo y que en pocas semanas fumaba casi a diario.
Quizás aun tenía dieciséis años en un par de los primeros encuentros con Aurora en los que fumábamos un cigarrillo, pero fue con diecisiete años que pensé que tenía controlado lo de fumar y que ya podía permitirme fumar un poco más sin problema, por lo que de vez en cuando quedaba con Aurora para charlar fumando un pitillo. A parte de los encuentros con Aurora, también empecé a salir con otras amigas, amigos y primas. Si estábamos en un lugar en que se fumaba a veces me apetecía y parecía bastante natural fumar un cigarrillo, aunque lo hacía pocas veces y creo que mis acompañantes lo veían como una especie de travesura mía. Luego estaban los cafés tras las clases de inglés, varios de mis compañeros eran mayores que yo y solían ir a una cafetería tras las clases. Alguna vez me uní a ellos y, como alguno era fumador, me daba el gusto de fumar un pitillo. Por aquella época no compraba tabaco, no tenía edad para comprarlo legalmente y no me apetecía ir a comprarlo a baretos cutres de barrio, como hacia Aurora, ni tenía necesidad de hacerlo, así que los cigarrillos que fumaba eran los ultralight de casa y de los que me invitaba Aurora, los compañeros de inglés y la tía Goretti, poco más.
Al fumar de vez en cuando con Aurora y con los compañeros de la clase de inglés, me empezaron a gustar los cigarrillos con niveles más altos que mis ultralight. Una tarde, en una cafetería de una ciudad cercana donde había acompañado a mi madre para hacer unos trámites, me dejó fumar un cigarrillo de los suyos y le comenté que me estaba gustando más que los ultralight. Me miró, chascó la lengua con algo de fastidio y me dijo que mejor que me limitara a un ultralight de vez en cuando, que así era más difícil que me enganchara. Le pregunté si le gustaban los ultralight y me contestó sonriendo comprensiva que no, que prefería cigarrillos algo más intensos, pero que era cosa de costumbre y que mejor que yo no me acostumbrara.
En el instituto, entre mis compañeros de curso,cada vez había más gente que fumaba abiertamente. En otros cursos fumaban solo algunos malotes y malotas, gente un poco marginal y alguna chica atormentada. Ahora a la salida del instituto y por ahí veías fumando gente del instituto con otros perfiles y que se veían contentos, disfrutando del tabaco despreocupadamente. Algunas chicas se veían bien fumando y otras lo hacían con nada de arte. Al comentar eso con Aurora me dijo que yo fumaba con mucho estilo, lo cual me sorprendió y me dio un poco de risa, pero Aurora insistió en que era así, que por eso me había pedido que le ayudara a probar el tabaco, porque al verme fumar con mi madre le había parecido adulta, elegante y poderosa. Seguramente al haber fumado en compañía de mujeres adultas de generaciones para las que fumar era una demostración de modernidad, autoafirmación y estilo, su manera de fumar se me había pegado un poco.
El caso es que, viendo a gente de mi edad fumando con normalidad, había empezado a pensar que quizás no tenía mucho sentido que me negara el placer de fumar con más frecuencia y que no tenía que obsesionarme con evitar engancharme, eso me había influido para darme permiso para fumar en mis encuentros con Aurora y con mis compañeros de inglés.
Cuando cumplí dieciocho ya pude comprar tabaco en estancos y a los pocos días lo hice, me compré una cajetilla de Nobel Plata y una cajetilla de Lucky Strike suave para Aurora, para resarcirla de los cigarrillos a los que me había invitado. Me apetecía tener mi propia cajetilla porque con los cigarrillos de casa me cortaba un poco a la hora de fumar, para que no se viera que los cigarrillos bajaban demasiado rápido, o para llevárme la cajetilla fuera de casa. Al tener mis propios cigarrillos me sentí más libre para fumar y encontraba más momentos para darme el gusto. Empecé a alternar cigarrillos ultralight con light. A pesar de que estaba fumando más aun no fumaba abiertamente, delante de mi familia desde luego pero tampoco delante de mis amistades no fumadoras. Sin embargo, el día de la fiesta de fin de curso salí del armario como fumadora delante de mis compañeros. Tengo que reconocer que fumar delante de todo el mundo tuvo su parte divertida, de gesto de autoafirmación, pero también me daba algo de corte. Que Almudena fumara un cigarrillo conmigo fue un gran apoyo, todos nos miraban pero ahí estábamos las dos fumando como si nada.
Me apetecía fumar con más frecuencia y no pasó mucho tiempo antes de que fumara a diario. A veces mis padres salían de casa y me encendía un pitillo sin importarme que me vierami hermana. En los últimos días de curso empecé también a fumar un pitillo al salir del instituto, juntándome con alguna otra fumadora. Recuerdo un día que, estando en casa de una compañera haciendo un tardío trabajo escolar, me empezaron a entrar ganas de fumar. Al salir a la calle, en el camino a casa, sola, me encendí un pitillo y, vaya, me gustó más que nunca, me sentó de maravilla. Pensé si era que me estaba enganchando pero la idea no me inquietó mucho porque estaba encantada por la satisfacción que estaba experimentando, no iba a renunciar a esa satisfacción por evitar la adicción.
Además, mi manera de ver el tabaco y a los fumadores había cambiado en los últimos meses, aunque la mayoría de la gente que me rodeaba no fumaba, veía a gente de mi edad fumando y a otra gente más o menos conocida, disfrutando sus cigarrillos, y cada vez me parecía menos atractiva la opción de ser no fumadora, me empezó a parecer un poco... triste, con perdón. Creo que en esas semanas me enganché al tabaco y no hice nada por evitarlo, acepté convertirme en una fumadora.
Todas las chicas encontraron interesante el relato de Íngrid, aunque las no fumadoras del grupo sintieron algo de lástima porque Íngrid se enganchara al tabaco, por más que era evidente que había sido una decición bastante consciente y que disfrutaba fumando.
-Al final el truco de tus padres no funcionó – dijo Casia. -¿Que truco?– preguntó Ingrid. -Lo de dejarte probar el tabaco para quitarte el interés o para que le cogieras asco. Al final eres fumadora. -Bueno, no diría que les salió mal, durante varios años no me enganché al tabaco. -Pero al final fumaste hasta engancharte- insistió Casia inmisericorde, con cierta chufla. -Es normal que no quisiera privarse de ese placer- dijo Mafalda apoyando a Irene- lo único que no entiendo es que te limitaras tanto durante años. -El caso es que el expemento no funcionó, al menos no del todo- dijo Casia- al final la nicotina se impuso y tomó el control. -Conozco a una chica que fuma ocasionalmente desde la adolescencia y sigue fumando dos o tres pitillos a la semana- intervino Artemisa. -¿Y que edad tiene? -Veintisiete años, ya es una pauta asentada.
Las fumadoras del grupo sintieron una punzada de envidia al saber de una fumadora capaz de mantener un consumo tan moderado indefinidamente.
-No es lo más corriente- opinó Almudena- lo corriente es que pase como con Irene e Ingrid, que la nicotina vaya haciéndose camino para tomar el control. Con los puros es más fácil.
CONTINUARÁ.
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CW: smoking fetish, capnolagnia.
Este relato no pretende ser una apología del tabaquismo ni una negación de sus indudables efectos tóxicos y adictivos, ni del lógico derecho a disfrutar de ambientes libres de humo. La única intención de este cuento es lúdica, es un relato que juega con la #capnolagnia, el fetichismo del tabaco (#smokingfetish) o fetichismo de #fumadoras, y sus descripciones de la experiencia tabaquista y sus consecuencias no son necesariamente realistas.
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